(NOMBRAR LA AUSENCIA)

Por Lauren Franco y Jeimi Villamizar

En Colombia, dos de cada tres niñas emberá han sido víctimas de Mutilación Genital Femenina. En el mundo, más de 230 millones de niñas y mujeres han pasado por esta práctica que deja secuelas físicas y emocionales profundas, incluso la muerte. Esta crónica recoge los testimonios de mujeres emberá katío —sobrevivientes y lideresas— que narran qué queda después de la ablación y cómo sus voces hoy se alzan para pedir la erradicación de la práctica.

Hemos decidido conservar las citas textuales de las mujeres tal como hablan el español —quienes lo hacen— y ofrecer una traducción fiel en los casos en que hablaron en lengua emberá. Buscamos que quien lea este texto se conecte con la esencia de cada una de ellas y pueda situarse en su contexto.

Sebastiana cuenta los partos como quien cuenta las vidas que ha traído a la tierra. Mil veintitrés partos y ni una sola ablación. Empezó su profesión en 1990, cuando poco había escuchado sobre la mutilación, era una práctica sin nombre que se repetía a escondidas y en silencio, convirtiéndose en el paisaje de cada niña que nacía en su comunidad.  

“Desde que yo comencé a trabajar, a mirar a las niñas cuando hacían práctica delante de mí, pues me daba lástima de la niña. Porque la niña lloraba, poposeaba…mejor dicho, es como que se privaba mientras se lo cortaban”, recuerda. Sebastiana habla con facilidad español y mientras lo hace mueve su cuerpo al recordar las escenas que ha visto durante más de 20 años como si en cada gesto intentara espantar las imágenes que aún guarda en su memoria.

Fotografías por: Jeimi Villamizar

“La práctica” de la que habla es la Mutilación Genital Femenina (MGF), más conocida en su comunidad como ablación o curación. La MGF comprende todos los procedimientos que implican la extirpación total o parcial de los genitales externos de la mujer por razones no médicas. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), existen cuatro tipos de mutilación. El tipo 1 es el que se suele realizar en su comunidad.

Tipo 1: Extirpación parcial o total del glande del clítoris.

Tipo 2: Extirpación parcial o total del glande del clítoris y de los labios menores, con o sin extirpación de los labios mayores.

Tipo 3: Estrechamiento de la abertura vaginal con la creación de un sello que la recubre. Conocida como infubulación.

Tipo 4: Todos los demás procedimientos lesivos para los genitales externos femeninos con fines no médicos.

Cuchillas, tijeras o clavos calientes, son algunos de los utensilios que, según el relato de Sebastiana, se utilizan cuando realizan la ablación a las niñas, la mayoría recién nacidas.  Las consecuencias a la salud aparecen de inmediato: infecciones y hemorragias que pueden provocar la muerte.

 “El papá, los familiares, todos preguntaban: ¿De qué se muere la niña? Como anteriormente yo tampoco conocía, decían que de la enfermedad de Jai -Una enfermedad tradicional- Ya después de los años uno va conociendo porque se morían, porque delante de mi persona yo desde que trabajé defendí -salvé- a tres niñas”.
25 años atrás Sebastiana presenció la ablación de tres niñas que comenzaron a sangrar sin detenerse. Recordando lo que había aprendido cuando estudió enfermería, las cargó y apretó con fuerza para detener el sangrado. 

Pero la situación se volvió aún más dolorosa, cuando una de las niñas que tuvo que salvar fue su propia hija. 

“Después de mutilar, pues la trajeron donde yo estaba acostada. Entonces durante diez minutos se puso a llorar, entonces yo miré, estaba saliendo pura sangre, pura sangre… Yo le dije a mi mamá que fue a buscar hierbas y mientras yo hice, así como me enseñó el médico: presioné y sostenía ahí un rato, como una hora, hasta que pare la sangre”.

A pesar de que evitó que su hija muriera desangrada, con los años su hija comenzó a ver las consecuencias de la mutilación: infecciones vaginales constantes, dolores menstruales fuertes y decaimiento.

Jenny Lozano, profesora de la Universidad del Bosque, enfermera y magíster en género, explica que, a pesar de los tratamientos que las comunidades puedan realizar después de la ablación, persisten consecuencias directas para la salud: infecciones generalizadas por el tipo de material utilizado, traumas derivados de la ausencia de anestesia y, en algunos casos, septicemia, una infección que puede generalizarse y llevar a la muerte de la niña. Además, cuando la ablación se realiza con cuchillos o tijeras, es muy probable que se produzcan hemorragias que pongan en riesgo la vida de las menores, principalmente porque el clítoris tiene terminaciones nerviosas que se encuentran muy “inervadas”.

“Es una práctica muy artesanal que lo que hace es retirar el clítoris, a eso lo llamamos: Clitoridectomía. Con esta práctica se desliga a las mujeres del placer sexual porque se retira el clítoris del aparato reproductor femenino” explica la docente Lozano. 

“Eso -la ablación- lo hacían a escondidas, decían a la mamá que nosotros vamos a llevar a otra parte”. recuerda Sebastiana. 

Leandra Becerra, abogada de la organización Equality Now, explica que a diferencia de otros países, en Colombia la ablación no se realiza en un contexto de ritual, sino que se sostiene principalmente en mitos fundacionales relacionados con una idea extendida sobre el control del cuerpo y la sexualidad de las niñas y las mujeres. 

“Existe la creencia de que el clítoris puede crecer como un pene o que la mujer que tiene clítoris tendrá un alto deseo sexual. Pero también hay una idea de rechazo social, quienes no son sometidas a la mutilación tienen dificultades para encontrar parejas” señala Leandra. 

“Es feo como a veces los hombres nos rechazan viendo que las mujeres tienen el clítoris” señala una sobreviviente de ablación.
“Miadaa ɓua mukĩraba dai ʉ̃rʉbena kachirua jara panuu kẽ punta bara nureeɗeeba”

Según Becerra, esta práctica continúa siendo oculta y se requiere de toda el aparato institucional para ponerla en el centro del debate debido a que es una vulneración a los derechos humanos de las niñas y las mujeres. “Adicional, el Estado colombiano tiene compromisos internacionales como los Objetivos de Desarrollo Sostenible, en donde se habla de la necesidad de eliminar prácticas nocivas como el matrimonio infantil y la Mutilación Genital Femenina” explica.

“Yo pensé que era normal nacer así, sin clítoris”

Claudia Queragama, la hija de Sebastiana, tenía 17 años cuando entendió que la cicatriz que la acompañaba en su zona genital no era normal. Había llegado a Bogotá hacía un par de años huyendo de la pobreza extrema de su territorio y, en una de sus conversaciones cotidianas, se enteró de la existencia del clítoris. 

Aunque lo había escuchado nombrar en su comunidad del Alto Andagueda bajo el nombre de Chisufita, jamás le habían explicado para qué servía e interiorizó que, así como ella, las mujeres nacían sin él. Gracias a su vocación de liderazgo, comenzó a frecuentar espacios donde le explicaban su cuerpo de mujer, uno que hasta el momento desconocía.

Fue así como un día le mostraron una foto de los genitales externos femeninos y le señalaron el clítoris. “Yo pregunté: ¿Y yo por qué no tengo eso? Y ahí me contestan: ‘Lo que pasa es que a ti te hicieron práctica’”, expresa Claudia.

“Mʉʉmaa unubisiɗauɗe mʉa kʉ̃risiaɗa: ¿Sãañaa mʉ wã’ãema? Bichira yataɗe tõopeɗaaɗa baɗa nia, mʉʉmaa asiɗau”

“Yo comencé a preguntar qué era eso, qué es un clítoris, cuando me lo mostraron. A las niñas no nos explican, a las niñas no hablan de eso”. Claudia baja la voz cuando dice “clítoris”, mueve sus manos constantemente e intenta taparse el rostro con ellas, denotando nerviosismo. Confiesa que, para ella, aún es una palabra “dura”; siente pena y vergüenza. Le resulta difícil poder opinar sobre un cuerpo que apenas está conociendo.

“Pero yo sí veía que morían mucho las niñas, pero los niños no.  Y ahí fue cuando escuché de la práctica y me dijeron que eso se tenía que hacer porque si no la niña se vuelve ‘arrecha’”
“Yo siento que es un daño demasiado; no le podemos quitar un derecho a las niñas porque en el momento se puede morir por una hemorragia, por quemadura, porque ahí quedan cicatrices”.

Por 17 años Claudia normalizó el dolor. Reconocer la ausencia en su propio cuerpo hizo que empezara a añorar lo que sus amigas de la ciudad llamaron “placer” . Una ausencia que aún la marca, una cicatriz que no se va y un dolor que permanece. Pero decidió transformarlo en curiosidad y en una lucha para que las mujeres de su comunidad conozcan sus derechos, llevándola a espacios para denunciar esta práctica y exigir que se detenga.
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Colombia es el único país de América Latina que ha reconocido públicamente que la MGF se realiza en el territorio. Según los registros oficiales del Ministerio de Salud y Protección Social, a través del Sistema Integrado de Información (SISPRO), en el 2024 se registraron 54 casos de MGF. Lo que supondría un descenso respecto a los 91 casos registrados el año anterior. Pero para Leandra Becerra, hay un gran subregistro, pues muchas de las niñas no llegan a centros de salud y son datos que no necesariamente ocurrieron en el 2024.

Entre 2020 y 2024 se registraron 115 casos de MGF, aunque la mayoría de reportes corresponde a comunidades indígenas, se documentó también un caso en comunidades Negras, Afrocolombianas, Raizales y Palenqueras, así como uno en comunidades migrantes de Venezuela.

Becerra explica que uno de los problemas que se tiene para abordar el problema es la microfocalización de los datos que  impide identificar realmente todos los pueblos y comunidades donde se realiza la mutilación. 

Los datos disponibles del SISPRO evidencian la distribución geográfica de los casos de MGF en Colombia, con la mayoría registrados en el departamento de Risaralda (41 casos), seguido por Chocó (7), Quindío (1), Cartagena (1), Cauca (1), Cundinamarca (1), Antioquia (1), y Bogotá, D. C. (1).

“No sabría decirle para que sirve, porque desde que nací me lo cortaron”

“Mʉa adua saka jarai, mʉ chuburi kiruɗeeɗebena tõopeɗaaɗa baɗa”

María* acomoda su vestido rojo, arrugado por el viento de la tarde, mientras varios bebés en pañales juegan alrededor. La frase, aunque la dice en su lengua, la expresa con naturalidad: no se siente rabia, ni dolor, solo la certeza heredada de no reconocer que algo falta.

Hasta hace un par de meses jamás había escuchado nombrar el clítoris en español. En su comunidad le dicen chisufita y lo que sabía de él eran relatos que su abuela le contó a su madre; ella le dijo a María y María le dirá a sus hijas.

Aunque en su cuerpo, según lo que relata, la ausencia no duele, las razones para mantener viva la práctica sí reflejan en ella cierto recelo.
“A las niñas que no se lo cortan —el clítoris— se sienten mal en la comunidad. Los hombres las rechazan”, dice esta vez en un español que ha ido aprendiendo durante la década que lleva viviendo en Bogotá.

“Las niñas se enferman mucho, sangran mucho, lloran mucho”, expresa Julia*, otra sobreviviente de ablación, con un toque de tristeza. Relata que ha visto cómo le hacen la práctica a muchas bebés, con clavos principalmente, aunque algunas, como a sus hijas, lo hicieron con cuchilla. “Lo tratan con hiervas, con oakáá -una planta tradicional indígena emberá-, cuando le echan el remedio ya no lloran” añade.

Lo cierto es que el clítoris, para ella, es una ausencia que se pinta de desconocida. No lo considera importante, pues nunca lo tuvo, y lo que conoce sobre él es solo lo que ha escuchado decir a otras mujeres: “Es malo tenerlo, porque las mujeres quedan como hombres” dice esta vez en su lengua repitiendo lo que le han comentado con anterioridad.

La docente Lozano explica que la ablación implica una vulneración directa a los derechos sexuales y reproductivos. A tener una sexualidad completa y sentir placer: “Además, se generan traumas emocionales, así ocurran al primer mes de vida. En ocasiones las infecciones se pueden tratar, pero las secuelas que quedan en la salud sexual son complejas. Es un trauma sexual. Muchas personas muy probablemente pueden no querer tener relaciones sexuales porque es una parte que ya fue vulnerada”, asegura.

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Ana* es una mujer emberá katío que llegó a Bogotá hace 3 años junto a su esposo y su hijo mayor. Lleva los labios pintados de rojo, el cabello lacio y largo recogido en una cola que dejaba ver su extensión; viste un traje amarillo de flores típico con encajes rojos y azules, y en su rostro luce algunas pinturas tradicionales.

No sabe leer ni escribir y habla muy poco español, aunque entiende gran parte del idioma; se comunica solo con algunas palabras que intenta conjugar en frases compuestas. De acuerdo con Claudia, quien también es lideresa en su comunidad, esto es una situación generalizada al interior de su comunidad. 

“Pocas mujeres aquí en la ciudad hablan (el español) porque los hombres no le dejan hablar, porque los líderes no le permiten hablar. Si yo hablo, créanme que me he ganado muchos problemas con líderes y han pasado sobre mí por eso” expresa Claudia.

Poder aprender a leer y escribir siempre fue un deseo en Ana, pero al crecer y llegar desplazada por la violencia en su territorio estudiar pasó a un segundo plano, ahora debía cuidar de su hija, su hijo y su esposo. “Las mujeres también tenemos derecho a estudiar. Cuando yo era niña no me mandaron a estudiar y me pongo a pensar en eso. No somos como los hombres para traer las cosas de compras, para traer las cosas de una propia, nos toca aguantar todo. Yo quería estudiar, al menos para aprender a leer cartas”, asegura Ana en lengua emberá mientras Claudia traduce cada una de sus frases.

“Yo no dejo revisar a la niña, para que no hagan eso”

Cuando Ana vivía en su territorio, en el Chocó, presenció en varias ocasiones cómo las abuelas y parteras realizaban la ablación a bebés recién nacidas. A pesar de su corta edad, aquellas escenas la marcaron profundamente. Recuerda haber visto a las niñas llorar, sangrar y quejarse durante días enteros. En ese entonces aún no era madre, pero el recuerdo se reavivó cuando cargó a su hija por primera vez.

“Yo pensaba por qué razón hacían algo raro así, sentía lástima viendo eso, cuando lloraban y pensaba por qué no la dejan quieta, por qué no la dejan así, sentía lástima viendo eso. Yo por eso no hago revisar a la niña, para que no hagan eso”, asegura mientras su pequeña de dos años, juega con una pelota pequeña que se encontró en el parque.

Ana señala, además, que no cree en las ideas que circulan en su comunidad sobre el clítoris.

“Yo he visto y a la niña eso no le crece”, dice, reafirmando que no permitirá que nadie la “revise”.

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El primer caso de Mutilación Genital Femenina en Colombia se reportó en marzo del 2007 luego de que tres niñas de 16 y 17 días de nacidas de la comunidad Emberá Chamí en Risaralda fueran sometidas a esta práctica y por complicaciones a su salud fueran llevadas al Hospital San Rafael de Pueblo Rico. A pesar de los intentos de los médicos por salvarlas, las niñas murieron a causa de la infección provocada por la práctica. 

La Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) y la Convención de las Naciones Unidas Sobre los Derechos del Niño (CDN) establecen un marco normativo, que Colombia ha ratificado, para prohibir la MGF. Además, Las autoridades indígenas se han comprometido desde el 2009 a erradicar la MGF. Una de las premisas es: La cultura genera vida, no muerte.

Actualmente en el Congreso de la República se debate el proyecto de Ley “Voces sin ablación” que busca erradicar esta práctica en el país. Leandra Becerra explica que para lograr ese objetivo la política pública debe ser antirracista, ya que no se puede realizar un abordaje a la MGF a partir de postulados de raza y de clase. Adicionalmente, debe entenderse el contexto en el que se realiza la ablación donde confluyen múltiples formas de violencia de género.

“Consideramos que el diálogo debe ser intercultural y se deben fortalecer los ejercicios de gobierno, justicia y educación propia; por eso, consideramos importante que se pueda contar con una especie de traductor o traductora intercultural que permita desde las voces de las mujeres que son sobrevivientes a esta práctica puedan definirse la forma en que se ejecutará esta política pública”.

Concluye que resulta fundamental que el Congreso se aleje por completo de la criminalización de la práctica “No porque no sea una violación a los derechos humanos, sino porque la experiencia nos ha mostrado que el enfoque punitivista provoca que las comunidades la sigan realizando, pero esta vez en escenarios mucho más ocultos”.

“Yo siento que lo que hicieron fue un daño muy grande a la niña, porque la niña no se merece esas situaciones”

Cuando Claudia tuvo a su segunda bebé en Bogotá, decidió llevarla a presentarla a su territorio en el Alto Andágueda en Chocó. La niña tenía solo quince días de nacida y como costumbre la dejó con su abuela un largo rato, mientras ella descansaba junto a su ex pareja.

En la noche, la bebé comenzó a llorar de manera descontrolada y Claudia la sentía con fiebre que no lograba controlar. Su pareja en ese momento la increpó preguntándole qué le pasaba a la niña, pero ella tampoco tenía respuestas a esa pregunta. Solo creía que era la fiebre la que la tenía en ese estado.

El llanto de la niña se extendió durante toda la noche y la mañana siguiente. Fue hasta que Claudia le cambió el pañal que notó que algo estaba mal con su hija: “Yo llevé la niña al hospital y dijeron es que la niña le hicieron práctica, por eso está así, por eso tiene bacterias. Y me dijeron: ¿Mamá, por qué hiciste eso? Y yo dije que no fui yo, fue mi abuela, pero yo sin conocer”.

Para Claudia ese momento representó un quiebre en su vida: “Uno como madre ver una situación así es muy difícil”. Cuatro años después su hija vive cada día las consecuencias de la ablación; idas constantes al hospital, infecciones y dolores que no cesan. Una situación que se vuelve insostenible: “¡Ay no! Yo con ella voy cada ratico al hospital. Porque ella le da infección o hay veces que le da fiebre. Siento que eso, que la práctica le hizo un daño. Porque no, en una niña, una niña chiquitita que está creciendo, tener una infección no es algo normal. Entonces siento que ahí hicieron un daño a la niña, porque la niña no se merece ese tipo de situaciones. Siento que si yo hubiera estado ahí no lo permitiría, pero fueron algo que yo no estaba, lo hicieron a escondidas, en territorio”.

La experiencia y la vivencia de su hija le han dado más fuerza a su voz para continuar buscando caminos que le permitan erradicar del todo la práctica y que ninguna niña pueda volver a ser víctima de la misma. 

“Yo le digo a las mujeres que no hagan esto, que esto no es cultura, que miren a las niñas, lo que les pasa en las curaciones, eso no está bien, hacer daño a una niña”. 

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Claudia y Sebastiana comparten algo más que un lazo madre e hija, a ellas las une un fin común: una vida libre de ablación para las niñas de su comunidad. Ambas se han convertido en las voces visibles del Proyecto de Ley que busca erradicar la ablación en el país. Para distintas organizaciones, como Equality Now, este proyecto es fundamental para que a través del diálogo con las comunidades se pueda poner fin a esta práctica, alejándose de los enfoques punitivistas que provocan que se continúe realizando en escenarios aún más ocultos. 

Lo cierto es que ambas también las une la curiosidad, lo que las “mestizas” u “occidentales” —como llaman a las mujeres de la ciudad— describen como el clítoris: “Yo sí quisiera saber cómo es el clítoris, pero explicando también uno entiende”,  expresa Sebastiana con una risa nerviosa. A pesar de que lleva años en esta lucha, aún siente el pudor que le han impuesto para hablar sobre su cuerpo.

“Para mí es injusto quitarlo, a mí me gustaría tener eso porque fue algo que mandó dios y no es para quitar”, señala Claudia con un ligero toque de resignación en su voz. 

“Mʉ baita bi’iwẽa ɓua, Diosba ara jãka wauɗa bẽrã, jãra ẽebarii baita ɓuuwẽe”.

“Me faltó tenerlo, sí. Y pues sí, claro, cambió mi vida. Pero pues yo soy liderazgo, soy partera, soy enfermera, soy gobernadora”; añade Sebastiana haciendo énfasis en que a pesar de la ausencia tiene una vida donde nada la detiene. 

Este texto contó con la edición de María Fitzgerlad. 

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