En Colombia, las mujeres trabajan en promedio 73 horas semanales entre su empleo y las tareas del hogar, pero solo el 35 % de ese tiempo es remunerado. Sandra y Olga dedican cerca de 7 horas diarias a las labores domésticas: una trabaja desde casa como manicurista independiente, la otra cuida de su hogar y su familia. Sus jornadas empiezan antes del amanecer y terminan cuando el cansancio las vence. Como ellas, millones de mujeres sostienen sus hogares y la economía del país, pero su trabajo sigue sin reconocimiento ni garantías, a pesar de representar el 20 % del PIB.
La luz matutina entra por la ventana, iluminando la sala de estar. Una cortina divide el espacio: de un lado, el sofá y los juguetes de Mariana; del otro, el pequeño salón de belleza que sostiene la economía del hogar. En la cocina, Sandra prepara el desayuno. Con una lista interminable de pendientes y una agenda de citas llena, Sandra sale con Mariana aferrada a su mano. Ambas corren para llegar a tiempo. Al regresar, su primera clienta ya la espera en la entrada.
Según la Encuesta Nacional del Uso del Tiempo (ENUT) 2020-2021 del DANE, en Colombia hay 32,2 millones de personas que realizan actividades de trabajo de cuidado no remunerado (TDCNR). De estas, 19,5 millones son mujeres, lo que representa el 90,3% de la población femenina mayor de diez años del país. En contraste, solo el 63% de los hombres participan en estas tareas. Y en el trabajo de cuidado de tiempo completo, el 85% son mujeres.
Estas cifras revelan la inequidad con la que se reparten estas tareas. La ENUT muestra también que las mujeres dedican, en promedio, 7 horas y 44 minutos diariamente al TDCNR no remunerado, cuatro horas más que los hombres.
Para las madres cabeza de hogar, estas responsabilidades equivalen a un segundo empleo. Y, en palabras de Sandra, madre de una niña de 7 años, “ser mamá es una labor permanente, sin remuneración y bajo la presión constante de una sociedad que siempre señala lo que se hace mal”.
Cuando nació su hija, Sandra renunció al salón de belleza donde trabajaba y a crédito compró una mesa de uñas, varios espejos y una silla para cortar cabello. Durante la pandemia, se separó del padre de la niña y accedió al subsidio Ingreso Solidario, la única ayuda estatal que ha recibido.
Olga, por el contrario, desde hace 25 años se dedica tiempo completo al cuidado de su familia. Su rutina empieza antes de que salga el sol, en una especie de danza automática que repite desde hace un cuarto de siglo. La acompaña el sonido de la de la puerta de la nevera, el puf del gas al encenderse en la boquilla de la estufa y el gorjeo del agua cuando hierve.
Antes de las 4:30 sale junto con su esposo y su hijo menor hacia la parada de bus. A las cinco, regresan a casa, rezan el rosario y, al terminar, su esposo se prepara para la jornada. Mientras tanto, ella le sirve una aromática, acomoda su ropa planchada en la cama y espera. Su jornada está lejos de haber terminado. Diana Jiménez, economista feminista y profesora de la Universidad del Valle, explica que este “es el trabajo más importante que se desarrolla dentro de una sociedad porque es el que sostiene su funcionamiento”.
La preparación de alimentos, la limpieza del hogar, el mantenimiento del vestuario, la atención de los niños y adultos mayores, el apoyo emocional y la conservación de la salud son actividades que garantizan la supervivencia de todos los individuos. Sin embargo, a pesar de su papel fundamental, se reconoce poco.
“La economía tradicional ha invisibilizado este trabajo totalmente porque supone que todo lo que hace que la economía funcione se da por fuera de la esfera de los hogares”, agrega Jiménez.
“Es que a esto no lo consideran trabajo de verdad”, señala Olga mientras pinta. De tanto en tanto, para anotar algo, se pone el pincel azul en la boca antes de retomar las pinceladas. “Apenas se está empezando a reconocer los derechos de las empleadas domésticas. Y eso que ellas tienen sueldo. Uno, no. Desde afuera parece que uno no hiciera nada en todo el día”
El trabajo de cuidado es así: una jornada infinita que nunca se siente como tal. Porque no tiene horarios definidos, porque no se paga, porque se confunde con el amor.
“Uno todo el día no está quieto, uno siempre anda”
expresa Olga.
La doble jornada laboral
El trabajo de cuidado no remunerado no desaparece cuando las mujeres acceden a empleos formales. Por el contrario, se acumula. Quienes trabajan fuera del hogar enfrentan lo que se conoce como la doble jornada: cumplir con sus responsabilidades laborales remuneradas y al volver a casa, continuar con las tareas domésticas y de cuidado.
Según el DANE, la carga global de trabajo de las mujeres -remunerado y no remunerado- asciende a las 13 horas y 31 minutos diarios, en comparación con las 10 horas y 41 minutos de los hombres. La cifra, significativamente menor, impacta directamente en el tiempo libre que tienen las mujeres para estudiar, el ocio y el cuidado personal. ¿El resultado? la brecha de género.
Cifras oficiales del Departamento Nacional de Planeación (DNP) muestran que la tasa de participación en la fuerza laboral de las mujeres fue del 58%, mientras que para los hombres alcanzó el 81,9 %.
Esta es una realidad que Sandra conoce a la perfección. Sus días transcurren entre atender a sus clientes, cuidar a su hija y mantener su hogar, en especial luego de separarse del padre de la niña. Aunque se acordó una cuota alimentaria, el padre de Mariana no ha cumplido.
Sandra ha intentado denunciarlo varias veces, pero el proceso se estancó en la burocracia. Cuando informó que el acusado no tenía trabajo ni bienes para embargar, le dijeron que poco se podía hacer. Si la respuesta de la justicia es que “no hay mucho que hacer”, ¿Cómo puede la justicia colombiana garantizar a las madres sus derechos y los de sus hijos?
Ser madre soltera es enfrentarse a la crianza sin respaldo, vivir en carne propia la indiferencia del Estado y luchar incansablemente para que los padres ausentes asuman su responsabilidad. Una lucha que Sandra libra en completa soledad.
Sus ingresos no alcanzan el salario mínimo y, en el mejor de los casos, apenas un poco más. Madre e hija están afiliadas al Sisbén, y Sandra no cuenta con ahorros, ARL ni aportes a un fondo de pensiones. Su futuro es incierto.
La economía feminista, una apuesta para entender esta problemática
Lo que sucede de puertas para adentro se considera insignificante. Pero de esto depende la capacidad de las personas para desempeñar empleos remunerados fuera del hogar. “La economía capitalista se basa en la producción y acumulación de capital, pero esta producción requiere trabajadores en condiciones de desempeñar sus funciones. Para que esto ocurra, alguien tiene que alimentarlos, mantenerlos saludables y asegurarse de que puedan volver a trabajar al día siguiente”, escribe Corina Rodríguez, para la revista Nueva Sociedad.
Así, aunque el trabajo de cuidado no implique un intercambio monetario, es esencial para el funcionamiento de otros sectores económicos. Sin embargo, lo hace sin un sueldo digno, sin prestaciones sociales, sin ser visible.[LF3]
De acuerdo con la economista, Diana Jiménez, el reconocimiento del cuidado llega a desafiar la narrativa patriarcal sobre la que se ha construido la economía: aquella en la que solo lo público, lo productivo, lo que genera valor de mercado, merece ser reconocido.
Mientras tanto, lo privado, lo reproductivo, ese espacio feminizado, se da por sentado. La economía feminista se ha encargado de visibilizar esta desigualdad. Jiménez la define como “una visión desde los lentes violetas sobre la teoría económica que siempre ha puesto al hombre en el centro[LF4] ”. Es, en sí, una mirada: el ser mujer y ver a las demás mujeres, y estudiar sus problemas, sus necesidades.
Sandra y Olga no se arrepienten de su decisión. Para Sandra, tener su propio negocio es la única salida para poder compartir con su hija y estar con ella en cada etapa. Y aunque las cosas a vece pasan de “castaño a oscuro”, cuenta con el apoyo de su madre, quien ha sido su sostén desde siempre. Pero expresa, con algo de desesperanza, que espera algo de apoyo del gobierno.
Olga asegura, orgullosa, que prefiere estar en casa y encargarse de las tareas del hogar. Pero, para ambas, la noche es igual de dura que el día. El cuerpo sigue cargando con el día como si fuera una segunda capa de piel, pesada y dolorosa. Se acuestan en la cama, se abrazan al cansancio y cierran los ojos, esperando la alarma para el día siguiente.
“Es la misma barca atravesando el mismo río” señala Olga para finalizar.
** Sandra y Olga son dos madres que viven en Cali (Valle del Cauca) y quienes aceptaron contar sus historias a Voces Francas. A ellas, gracias por su labor.
** María Paula Rodríguez y Camila Ramírez son estudiantes de Comunicación Social de la Universidad del Valle, quienes actualmente se encuentran realizando sus pasantías en Voces Francas.