La estatua de Luis Carlos Galán terminó “vandalizada” -como dirían muchos- por un grupo de mujeres durante la marcha del 8M. No demoraron en salir concejales, Juan Manuel Galán e incluso los medios a condenar “aquel acto tan bochornoso” y exigir capturas a las “implicadas”. Es curioso cómo la indignación es mayor cuando se afecta un monumento inerte que cuando la vida de las mujeres es arrebatada frente a nuestros ojos. Ojalá condenaran con la misma vehemencia los más de 79 feminicidios que han ocurrido en lo que va del año.
“Esas no son las formas” escriben cientos de personas -en su mayoría hombres- en redes sociales señalando los actos que se realizan durante la movilización. Yo quisiera ser cien por ciento honesta y preguntarles con toda sinceridad: ¿Cuál es la forma? Díganos, por favor, de qué manera les hacemos entender que nos están matando. Les aseguro que lo hemos intentado todo y aun así nada cambia. La violencia feminicida sigue arrebatando la vida de las mujeres: solo en 2024, más de 800 mujeres fueron asesinadas en Colombia por hombres que aún creen que tienen el poder sobre nuestras vidas.

Puedo dejarles algo muy claro a quienes cuestionan las formas: nada de lo que hemos logrado las feministas ha sido sin incomodar. En 1791, Olympe de Gouges, escritora y política francesa, redactó la Declaración de los derechos de la mujer y el ciudadano como respuesta a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, publicada durante la Revolución Francesa. Olympe denunciaba que esta declaración excluía a las mujeres y, en su texto, abogó por la igualdad entre hombres y mujeres, además de extender su reclamo a la abolición de la esclavitud. Por ello, fue guillotinada en 1793.
Años después, Mary Wollstonecraft, filósofa inglesa, escribió la Vindicación de los Derechos de la Mujer, donde, al igual que de Gouges, defendió la igualdad de género y aseguró que las diferencias entre hombres y mujeres no son naturales, sino impuestas culturalmente, sobre todo a través de la educación. La respuesta del poder fue tajante: se excluyó a las mujeres de los derechos políticos, se prohibió la reunión de más de cinco mujeres en la calle y muchas fueron encarceladas por sus ideales.
En el Reino Unido, el movimiento sufragista, liderado por Emmeline Pankhurst y la Women’s Social and Political Union (WSPU), protagonizó actos de desobediencia civil: rompieron vitrinas, se encadenaron a edificios públicos y lanzaron objetos para hacer escuchar su voz. La respuesta del gobierno fue la represión: más de mil mujeres fueron encarceladas y muchas de ellas sometidas a alimentación forzada durante sus huelgas de hambre.
Faltarían páginas para enumerar cada uno de los actos que el movimiento feminista ha liderado para conquistar derechos. Pero al final, la reflexión siempre vuelve al mismo punto: Aunque nos esmeramos tanto por hacer valer nuestro derecho a una vida libre de violencia, la opinión pública sigue desviándose hacia lo superficial, y las mujeres, una vez más, seguimos siendo ciudadanas de segunda categoría.
A quienes se indignaron por la estatua pintada, las paredes rayadas o las estaciones afectadas, les recuerdo que ese mismo 8 de marzo ocurrieron dos feminicidios: María Paola Riveros fue asesinada en Puerto Boyacá por su expareja y el cuerpo de Sharit Caro, de tan solo 19 años, fue encontrado en zona rural de Ibagué luego de salir en busca de una oportunidad laboral. La indignación es selectiva.
¿Qué pasaría si la rapidez con la que salieron a señalar las paredes pintadas fuera la misma con la que investigan las violencias contra las mujeres? Según la Red Nacional de Mujeres, en Colombia el 78 % de los feminicidios y el 97 % de los delitos de violencia sexual y violencia intrafamiliar contra mujeres y niñas siguen en la impunidad.

Aun así, hay quienes se atreven a cuestionarnos, a señalar nuestras maneras, a burlarse en nuestras caras de nuestros reclamos. Dicen, sin ningún fundamento, que ya tenemos los mismos derechos “¿Para qué siguen marchando?”, se atreven a preguntar.
Porque, aunque hemos logrado mucho —gracias a nuestro propio esfuerzo—, aún no hemos conquistado lo más básico, aquello que debería ser inherente a todo ser humano, lo que constituye la esencia misma de los derechos humanos: una vida con dignidad.
Nos han privado de lo más importante: la tranquilidad de salir a la calle sin miedo, de habitar los espacios con seguridad, de amar sin temor a ser lastimadas, de vestir con libertad, de vivir plenamente. No hay espacio seguro para las mujeres: ocurren feminicidios en nuestras casas, en las calles de nuestros barrios, en los centros comerciales que frecuentamos, en nuestros espacios de trabajo ¿Tenemos derecho a vivir dignamente?
Solo basta leer uno de los feminicidios de este año para entender de donde viene nuestro dolor: Rosa Ofelia Malagón, de 61 años, fue asesinada por su expareja, un hombre de 71 años, que le propinó diez puñaladas mientras la perseguía con un cuchillo por una calle de Bucaramanga. Nadie la auxilio. Ante los ojos de toda una ciudad fue asesinada.
Si tantos casos no nos movilizan, entenderemos que el problema no son solo las estructuras que perpetúan estas violencias, sino también nuestra falta de empatía.
Por eso, si me preguntan si estoy de acuerdo con los actos, les responderé con una afirmación: si fuera alguna de mis hermanas, mi prima, mi mejor amiga o mi mamá la que un día no vuelve a casa, yo quemaría todo.
3 respuestas
SI FUESE QUIEN FUERA, YO SEGUIRÉ SALIENDO Y QUEMARÉ TODO! Porque la violencia sigue siendo perpetuada y la sociedad patriarcal sigue siendo cómplice!
LO VAMOS A TUMBAR!!!!!
Si fuesen mis hijas, mi mamá, o mis amigas todo lo tumbaba, y menos si no encuentro apoyo
Y es que no importa quien fuese, debemos tener solidaridad femenina